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Honduras

Tegucigalpa, Honduras

El empinado ascenso por las montañas hondureñas me hace pensar que el cielo nos espera, permitiéndonos acceso al más allá a través de un portal abierto de par en par. Si no vamos para el cielo, de seguro estamos bien cerca, pues ya llevamos tres horas en un convoy de amor que no se detiene ni por riachuelos, deslizamientos de tierra, tropeles de caballos ni vacas. De vez en cuando reducimos la velocidad para contemplar el inmenso abismo del valle, ventana holográfica de tamaño irrealmente real. La cantidad de oxígeno disponible me deja sin aire, me alucina la grandeza de este espacio………se detienen los autos………….parece que llegamos. Me bajo de la camioneta algo mareado y me siento como un pequeño insecto en una inmensa colonia tornasol………. Recobro mis sentidos y respiro la antigüedad de un aire inhalado y exhalado por los habitantes de la zona: los lencas. Un aire compartido por la humanidad. Un camino de lodo rojizo y enmarcado por moras carmesí nos lleva hasta una rústica casita de madera que nos recibe con sus tonos sepias, indicativos del paso de años incontables. Un soplo podría llevarse volando la casa cual chiringa en el Morro. Aquí el tiempo se comporta como gotas que caen sobre las piedras de un riachuelo, creando el cambio, simplemente siendo. Por la ventanita se asoman unos ojos curiosos y amables, los de doña María, quien sonríe plenamente, dando la impresión de tener más dientes de los que realmente posee. El olor a tierra húmeda inunda mi cerebro. A través de la ventana logro ver una vasija de barro puesta en lo que parece un altar improvisado. Figuras negras danzan sobre la superficie de color marfil. Quiero definir los diseños pero no alcanzo ver los dibujos pues el ladrido de un perro amarrado a un palo hace saltar mi corazón. La sonrisa de doña María se cruza con la mía e ilumina el camino que nos lleva a nuestra clínica por un día.

Hacemos balance entre el lodo, cajas, medicamentos, maletas y nuestros cuerpos… un ya pesado equipaje. El lugar se inunda de estetoscopios, vitaminas, canciones y mochilas. No hay lencas ni taínos, no hay hondureños ni boricuas, solo seres humanos en comunión, en común unión. Los niños observan dudosos, atentos, curiosos. Me cautivan los ojos cristalinos de un jovencito, quien se entretiene halándome la cola, una y otra vez. “¿Cómo te llamas”, pregunto. “Me llamo Lempira”. De todos es el más intrépido. Es especialmente especial. Sus ojos me quieren decir algo… Luego de un rato de diversión, sol y sonrisas, siento un extraño frío que me llega a la médula del alma, el clima se ha deteriorado. El aire está denso y la neblina se posa sobre los rostros, sobre nosotros. Las señoras cubren sus cabezas y sus bebés con coloridas mantas. Un estruendoso relámpago anuncia la llegada de miles de congelados alfileres acuáticos que se lanzan suicidas sobre la tierra. Apenas puedo ver, entre niebla y lluvia mi razón se nubla… Pronto lo que era una carretera se convierte en un improvisado río de un néctar terracota de onduladas formaciones cambiantes.

Todo el mundo sale corriendo y en un abrir y cerrar de ojos me encuentro yo, conmigo mismo y como única acompañante, la niebla. “¿Qué rayos hago ahora?”, pienso, el miedo subiendo y bajando por mis piernas como arañas resbaladizas. Una enorme sombra parece salir de los de árboles de pinos y ahora si que quiero que me trague la tierra. Dos largas lanzas se acercan a mi rostro, y yo tiemblo. Cuando logro enfocar (y me tomo un rato), me doy cuenta que son las antenas de un enorme escarabajo azul, tornasol, multicolor. Sobre él, como quien monta su caballo, está el niño Lempira, triunfante e indígenamente imponente. Su taparrabo y túnica de piel de jaguar agarrada con una faja a la cintura y el penacho de plumas multicolores en su cabeza lo hacen ver jerárquicamente elevado. “¿Viste un fantasma?”, pregunta Lempira. Yo no puedo ni hablar. “Vengo a sacarte de aquí, soy el Señor Lenca de los Cerros, no temas”. Y como quien levanta una pluma, me agarra por un brazo y caigo sentado en el escarabajo, y este comienza a subir por las montañas enlodadas y nubladas. Yo me sostengo del niño, todo hecho un trapo ensopado en terror, lodo y agua.

El vaivén del escarabajo me causa náuseas, su errático movimiento al borde del precipicio me obliga a agarrarme con fuerzas de la piel de ocelote que nos sirve de silla. Las afiladas patas del escarabajo penetran el lodo como lo hacen las lanzas indígenas en la piel del adversario. La empinada cuesta parece caer sobre nosotros con sus aguas marrones. Lempira azota los costados del insecto con sus sandalias de cuero y una vibración de su caparazón da espacio a unas transparentes alas de cristal. Nos elevamos aceleradamente sobre el terreno, los pinos, el lodo. Una sensación de libertad inunda mi pecho, logro soltarme y disfrutar el aire en mi rostro. Voy a darle las gracias a Lempira por socorrerme cuando éste me deja caer repentinamente al vacío. Me deslizo sobre el duro carapacho y caigo sentado frente a la casita de doña María. El perro ladra, parece que ha visto un fantasma. Doña María me mira, sonríe y me entrega una manta para cubrirme y una vasija de barro, que creo es la que alcancé ver cuando llegue aquí. Me pongo de pie, paso mi mano sobre la cerámica para quitarle las gotas de agua y ahora puedo definir los dibujos que antes no había visto……………….es un niño montado sobre un escarabajo. Agarro la vasija con firmeza y comienzo el descenso de regreso a la vida sintiéndome más liviano. Las gotas de agua bajan por  mi rostro, pero esta vez son lágrimas.

PD: Dedico esta historia a todos los guerreros que salieron de sus zonas de “comfort” para servir a la humanidad. Para mí fue un placer compartir con ustedes esta aventura. Seres como ustedes le devuelven lo HUMANO a la HUMANIDAD. Con ustedes voy hasta el fin del mundo, con fango, lluvia, relámpagos y escarabajos.

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